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ISSN 1989-4163

NUMERO 132 - ABRIL 2022

 

Memorias de un Tuno Cuando Woodstock (I) - Prólogo

Joaquín Lloréns

Ahora que veo aproximarse a la parca, acuden a mi mente los recuerdos de aquellos seis años de la carrera de medicina en los que formé parte de la tuna con una nitidez mayor que mis actos de antes de ayer. Siempre he escuché a mis mayores comentar similar  desorientación memorística temporal, pero uno no puede creerlo hasta que le ocurre a él mismo. Son recuerdos de unos tiempos ya perdidos de los que la literatura nos ha dejado pocos recuerdos, ya que los literatos de entonces se dedicaban a un realismo social que dejó de lado las alegrías que, pese a todos los pesares, acompañaban a la juventud de entonces.

Por ello, para dejar constancia de aquella juventud española que no había sufrido la cainita guerra civil, que comenzaba a escuchar a los Beatles, escuchaba con perplejidad las peculiaridades del naciente movimiento hippie y cuyo máximo afán era la diversión y el apurar la vida, me lanzo a escribir estas memorias de mis años de Universidad.

Mi nombre es Pedro Miraflores. Mi infancia transcurrió feliz en un pueblo del interior de la península en los años de la postguerra. Es verdad que se vivía sin lujos y que en las ciudades, las cartillas de racionamiento obligaban a la gente a tener que hacer juegos malabares con el estraperlo para alimentarse y conseguir medicinas. En los pueblos, sin embargo, el alimento no era un problema. Menos aún en casa de mi familia. Antonio, mi padre, era médico de familia y lo que perdía en dinero por no mantener consulta en la ciudad, lo ganaba en alimentos para todos nosotros. No había paciente que pasara por su consulta que no dejara unos huevos, una gallina, unas verduras o frutas y hasta algún pequeño lechoncillo. Incluso ahora, más de medio siglo después, los pacientes siguen acostumbrando a regalar a sus médicos de cabecera o a los especialistas todo tipo de cosas: botellas de vino, güisqui, ordenadores y diversos alimentos. Es curioso cómo, además de pagarles, los pacientes sienten la necesidad de, mediante regalos, intentar conseguir que para el doctor sean algo especial. Es el miedo a la enfermedad, a la muerte.

Tuve que esperar a que mi padre falleciera para comprender qué le había empujado a irse a vivir a un lugar tan apartado, él que había nacido en una ciudad. En aquel de entonces las carreteras eran pésimas y las posibilidades de esparcimiento y cultura, mínimas. Fue al regreso de su entierro cuando mis dos tías me explicaron que al estallar la guerra civil, a mi padre le había pillado en territorio republicano. Por su edad, fue reclutado de inmediato, y por su titulación de médico, elevado de inmediato al rango de oficial. Cuando la guerra terminó, fue internado en un campo de detención durante más de un año y poco le faltó para no ser fusilado. Al salir, y a pesar de que oficialmente no se le autorizaba a ejercer como médico, acabó haciéndolo en aquel pueblo perdido con el constante temor en los primero años de ser denunciado y encarcelado. Pero, a Dios gracias, aquello no sucedió nunca. Siempre le he agradecido su prudencia al no hablar nunca a sus hijos de aquellas vicisitudes y ahorrarnos un odio político que no habría hecho más que crearnos un sentimiento de revancha que no sirve para nada más que envenenar el alma. También supe por mis tías que mi familia fue de las primeras que tuvo un DNI en España, ya que en 1944, cuando se creó, inicialmente sólo se dio a los presos y a los que, como mi padre y tías, estaban en libertad vigilada.

Mi vida cambió radicalmente cuando pasé a estudiar el bachiller. Al no haber ningún colegio ni instituto en aquel pueblo donde poderlo cursar, mis padres me enviaron a la capital de la provincia, a un internado, donde estuve alojado en un colegio menor durante dos años. Aquel alejamiento, triste y angustioso al principio, hizo de mí un joven espabilado antes de lo normal. Mi envergadura –algo más de metro ochenta, lo que me convertía en una persona bastante alta para la época- hizo que pronto mis compañeros me respetaran y prefirieran tenerme como amigo que como enemigo. Por otro lado, mi desparpajo, a pesar de mi juventud, me permitió mantener una relación con una compañera del instituto. Aunque nuestras relaciones eran bastante menos comprometidas de lo que hubieran sido hoy, su padre tuvo una charla con el director, quien, a partir de entonces, se encargó de que mis salidas los fines de semana se limitaran por consecutivos castigos. Pese a todo, gracias a que coincidíamos en el instituto, nuestra relación fue consolidándose poco a poco, aunque el contacto físico, debido a aquellas circunstancias, se reducía a la mínima expresión.

Mi padre también fue informado de aquella inconveniente relación así que, para mi sorpresa, me envió a otra provincia, también interno, para hacer el PREU, o Preuniversitario. Para colmo, al pertenecer a la región de Castilla, la reválida tendría lugar en Madrid. 

Aún recuerdo con cierto sofoco mi estancia en Madrid, adonde acudí para hacer aquel temible examen. Los jóvenes que poblaban el campus tenían coches, motos, vestían con la elegancia de las clases altas de la época y fumaban en corrillos con la desenvoltura de un Humprey Bogart. Yo aún no había cumplido los diecisiete, ya que había nacido en noviembre, por lo que mis compañeros de promoción me llevaban casi un año. Mi vestimenta de pantalones cortos, como era acostumbrado en los lugares donde había estudiado, me daban un aspecto aún más provinciano. Los compañeros a los que preguntaba dónde tenían lugar las pruebas, miraban con jocoso asombro y profunda superioridad a aquel jovenzuelo con aspecto de pardillo. Pese a la previsible dureza de los tribunales examinadores de la capital, superé con facilidad el examen de reválida y obtuve un notable alto.

A pesar de mi provecta edad, aún mantengo viva en mi memoria la expresión de alegría contenida del rostro de mi padre cuando le anuncié mi deseo de seguir sus pasos y estudiar medicina. El hombre, que pensaba que había criado un nuevo Ramón y Cajal, estuvo de acuerdo en enviarme a la Facultad de medicina. Durante aquel verano vino a pasar el estío Amparín, la sobrina de unos vecinos. En seguida congeniamos y pasábamos las tardes flirteando por la chopera, en especial cuando la protectora noche caía sobre nosotros. Amparín vivía en la capital de nuestra provincia, en la que había una Facultad de medicina, así que nos prometíamos unos inviernos maravillosos y, en base a ello, me permitía unas libertades que ninguna otra zagala del pueblo me hubiera consentido.

Sin embargo, una vez más, mi padre se enteró de aquellas aventuras y, tras sopesar las alternativas, decidió que estudiase la carrera en Valencia. En aquel entonces me pregunté el porqué  y llegué a la conclusión de que el único motivo era alejarme de mi anhelado amor adolescente. Cuando Amparín se enteró de aquel súbito cambio de planes, me reprochó mi falsía, que le había empujado a darme más de lo que jamás hubiera entregado a una simple aventura de verano. Inútil fue explicarle que mi frustración era tan grande como la suya. Me pareció que mi padre había decidido impedir a toda costa mi felicidad. Muchos años después comprendí que la desestimación de la capital próxima no se debía tanto a su miedo de que aquella joven relación se complicara, sino a su temor de que, al ser allí donde había nacido y residido hasta la guerra civil, cuando tuviera que dar su nombre, su expediente de la guerra apareciera y aquello me pudiera dar problemas o, cuanto menos, dificultades adicionales a las académicas, ya que aún seguían muy presentes las heridas de la fratricida guerra.

 

 


 

 

Tuno

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
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